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Hace 14 años el padre Sergio Godoy llegó a su nueva parroquia en Cobán, Guatemala. Los primeros tiempos fueron muy difíciles e incluso, como el mismo confiesa, pensó en «tirar la toalla».

El joven sacerdote no lograba conectar con la gente del lugar.

Una mañana de octubre lo invitaron a visitar «el basurero», lo que allí descubrió, le cambió la vida.

Así nos lo cuenta el padre Sergio:

«Un dia de octubre me invitaron a ir al basurero. Fui de mala gana pero lo que allí encontré me golpeo el corazon y senti verguenza de mi mismo. Yo que me estaba quejando de mi situación me encontre alli con gente, plantada sobre la basura, en la pobreza más absoluta y, aun asi, algunos parecían felices.

No se cuanto tiempo estuve allí… no recuerdo si fue una hora, dos o tres. Lo que recuerdo es el cambio interno que esa visita me provocó. Me fui de allí con dos certezas: que mi vida no podía seguir siendo la misma y que no podía quedarme de brazos cruzados.«

De esa confrontación con la realidad surgió la Comunidad Esperanza una realidad que hoy, 14 años después, da de comer, cada día a mas de 400 niños y niñas.

Pero no solo de pan vive el hombre y en Coban lo saben bien. Por ello en la Comunidad también se da acogida, educación, atención sanitaria y se trabaja en el amito social y en la prevención de la violencia.

14 años de misión.

Hace unos días el padre Sergio nos envío una carta con la alegría de 14 años de misión. Estas son sus palabras:

El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que toma una mujer y mezcla con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta»(Mt 13,33).

Esta es quizás, una de las parábolas de Jesús en las que podemos contemplar con toda la humildad del caso, el devenir y la misión al mismo tiempo, de Comunidad Esperanza a lo largo de sus 14 años de existencia:

Hemos surgido de la nada, siendo una pequeña, muy pequeña realidad en nuestros orígenes, destinada a acoger a niños, niñas y jóvenes en condiciones de vulnerabilidad para brindarles la posibilidad de una experiencia de vida que les hiciera concebir un futuro mejor, a través de acciones que, sumándose unas con otras, ayudaran a su crecimiento integral como personas.

Sin lugar a dudas, dichas acciones siempre estuvieron guiadas por la mejor intención, aunque también muchas de ellas estuvieron plagadas de la torpeza propia de los inexpertos que éramos: inexpertos que a pesar de todo, nos atrevíamos a apostar por cosas prácticamente imposibles. Sin embargo y pese a ello, estoy seguro que justamente estas grandes apuestas necesitan una buena dosis de humanidad y que la misma, no está exenta de limitaciones y defectos, pero es mil veces preferible a la fría autosuficiencia de quien se considera un profesional en la materia, aunque es incapaz de donar el corazón y mezclarse en la masa, asumiendo el desafío de confundirse con ella para transformarla.

Nuestros aprendizajes, en una buena proporción nos los han dado las experiencias de fracaso, los riesgos a los que muchas veces nos hemos expuesto, la persistencia, el dolor de algunas pérdidas, así como también el haber tenido la posibilidad de ir sumando compañeros que vinieron en su momento para enseñarnos y ayudarnos a reorientar la marcha donde fuera necesario, además del estudio y la profesionalización que las circunstancias poco a poco nos fueron y nos siguen exigiendo.

Al cabo del tiempo, contemplado el camino desde el corazón, podemos darnos cuenta que algo ha ocurrido en nuestro entorno (este entorno de frontera social, donde ha sobreabundado el dolor, la pobreza y la desesperanza), pues ese poco de levadura, efectivamente, ha ido fermentando la masa y la ha hecho crecer.

Comedor infantil

No se trata de números, ni de estructuras. Se trata de algo más íntimo, de algo que no se hace evidente para los que acostumbran a buscar ganancias y beneficios. Se trata de ese “algo” que ha afectado en positivo la existencia de quienes hemos querido quedarnos, pero que se nos revela en la realidad y en la historia de muchas personas: mujeres, niños y jóvenes con quienes hemos vivido la misión de contribuir a un mundo distinto, según el proyecto de Dios.

Nada ha sido fácil, aunque las dificultades no le restan belleza a lo vivido. En repetidas ocasiones podíamos pensar que todo se iba a pique, porque nos han faltado los recursos económicos, porque nos hemos sentido incomprendidos y el trabajo nos ha resultado poco estimulante, porque nuestros proyectos no terminaban de cuajar y hemos saboreado el gusto amargo de la ingratitud, o porque evidenciamos la falta de compromiso del otro… pero a pesar de todo, estamos seguros de que nunca ha fallado la Providencia, expresada en el milagro de una sonrisa, o en la caricia de un pequeño, en la vida de una persona que se reivindica y recupera el sentido de su propia valía, o en el lenguaje de la solidaridad de nuestros amigos y bienhechores, pese a que cada vez vamos navegando en aguas más profundas y a que la corrupción del sistema, la violencia contra mujeres y jóvenes, la creciente pobreza y el latente peligro del narco y las maras, parecieran llevarnos la delantera.

A este respecto, me impresiona la certeza con la que el Evangelio invita a la confianza en el proceso irreversible del Reino de Dios que, traducido a un lenguaje más accesible, no es otra cosa sino un mundo más humano y más justo en donde todos los hijos e hijas de Dios puedan vivir en dignidad, especialmente los pobres, los indefensos y los marginados por una cultura anclada en la indiferencia, el miedo y el egoísmo.

Jesús, con sus parábolas, nos invita a implicarnos, a descubrir la acción de Dios en las pequeñas cosas, en las acciones aparentemente insignificantes, sin valor alguno a los ojos del mundo, pero que causan un efecto altamente revolucionario en el corazón de los que aceptan este reto y en el corazón mismo de la sociedad, hasta el punto de irla transformando de acuerdo al proyecto que el Padre tiene sobre la humanidad. Y si lo miramos desde la perspectiva correcta, resulta enormemente gratificante asumir que podamos formar parte de este plan y que Él quiera contar con nosotros, con nuestra pequeñez y nuestros talentos, para llevar a cabo esta “revolución de la ternura”, como la ha llamado el Papa Francisco en varias ocasiones.

Pero para ello, hemos de empezar por dejar espacio en nuestra vida y en nuestras relaciones, a estos gestos que traslucen la presencia del Reino. Gestos que independientemente de nuestra particular personalidad no nos disminuyen, sino que por el contrario, nos engrandecen y nos abren a una dimensión novedosa de la existencia humana que trae consigo el deseo de contagiar nuestra alegría y transmitir a los otros las razones de nuestra esperanza (1Pe 3,15). Esto, desde el trabajo que se hace con amor, que se hace bien, de manera creativa, visionaria, porque consiste en abrir caminos y soñar horizontes nuevos para nuestros hermanos más pequeños… y lanzarlos a conquistar el mañana que les pertenece, haciéndoles a la vez corresponsables del futuro de ese mundo mejor por el que ahora damos nuestro tiempo y esfuerzo.

¡Cuánto de Dios hay en nosotros, tan pequeños y limitados, cuando hacemos nuestro el sufrimiento, el dolor y la esperanza de este pueblo y le acompañamos en el camino!, ¡cuánto de Dios hay en esa criatura que en su indefensión percibe que puede confiar en nosotros y no tiene otra cosa para darnos a cambio, más allá de una sencilla muestra de afecto!, ¡cuánto de Dios hay en esa mujer que, luego de tantos años sometida a la violencia, a la marginación y a la pobreza, decide ponerse en pie y cree en su dignidad como persona como el primer paso para reinventarse!

Cuántas lágrimas, cuántas historias hemos ido recogiendo a lo largo de todos estos años y, aunque muchas de ellas nos han dolido tanto, han sido también expresión de nuestra capacidad de enternecernos a la vez que un acicate para seguir luchando y aferrándonos a la certeza de que, insisto, en un entorno donde cíclicamente recrudece la violencia, en donde la pobreza castiga el estómago y el espíritu de los más vulnerables hijos de Dios, en donde la corrupción de todo el sistema condena al olvido a familias enteras, estamos invitados a ser un signo claro de resurrección, de vida nueva y abundante (Jn 10,10).

Es cierto, nos ha ocurrido y nos seguirá ocurriendo: eso de caer, volver a levantarnos y sacudirnos el polvo para continuar el camino, sentirnos frustrados porque al final del día no hemos logrado ni la mitad de lo que ambicionábamos, percibir que nuestros planes no van tan de prisa ni tan bien como quisiéramos, que nuestros compañeros de viaje no son perfectos y que la Ciudad de la Esperanza tampoco es el paraíso… pero si pensamos que hace 14 años no teníamos más que una olla y un balón de futbol, bien podríamos hacer el inventario de todas las experiencias que a partir de entonces hemos sumado, y valorar con gratitud que este peregrinar nuestro haya ido cobrando cada vez un sentido más profundo, mientras reconocemos que esta obra no es propiedad de nadie sino de Dios, así como de aquellos que nos lo representan.

Queridos amigos y compañeros de camino: hacer fiesta y dar gracias es parte del ritmo de esta historia que vamos escribiendo; tenemos muchos motivos para ello. Detener la marcha para contemplar y bendecir a Dios y a cada una de las personas que han hecho posible la Ciudad de la Esperanza, que la sostienen con generosidad y que la habitan, es algo muy bueno. También lo es reconocer que, a medida que pasan los años, nuestro corazón va madurando y puede ponerse una y otra vez a la escucha del Espíritu, que muchas veces nos conduce por caminos insospechados y nos convida a responder con creatividad a los desafíos de estos tiempos tan cambiantes.

De esta manera, cuando nos llegue la tentación del desaliento, podremos recordar que ninguna de las semillas que con amor hemos ido colocando en el surco, ha significado un esfuerzo inútil, aunque no todas broten y fructifiquen al mismo tiempo. Este surco y esta simiente no son nuestros; nosotros solamente somos sembradores que, a pesar de la fatiga, saben que pueden contar unos con otros y con la compasión y la ternura de un Padre que ha escrito nuestros nombres en el cielo (Lc 10,20).

Y si el orgullo o la soberbia se asomaran por nuestra casa, podremos tener presente que nuestras raíces están hundidas en un humilde basurero desde donde nuestro hermano mayor nos sigue llamando a recuperar nuestra identidad y nuestra conciencia de servidores.

Y si acaso perdiéramos la memoria de todo lo vivido y corriésemos el riesgo de instalarnos en nuestros éxitos temporales y apropiarnos de algo que nos fue dado como un medio para realizar nuestra vocación, podríamos quizá volver la mirada hacia Abraham y hacia la “nube de testigos” (Hb12,1) para recordarnos que somos peregrinos, no somos criaturas de alma sedentaria enraizada en la tierra que nacimos o en aquella en que vivimos. Somos trashumantes, de esperanza en esperanza, con el corazón partido a veces, de tanto parir estrellas y de prestarlo para que otros habiten en él.

Algún día, Dios así lo quiera, muchos de estos pequeños estarán listos para guiar los destinos de la Ciudad de la Esperanza y ocupar nuestro lugar. Mientras llega ese momento, que nos sea dada la gracia de seguir creyendo que “otro mundo es posible”

 

Sergio Godoy

Cobán, agosto de 2017.

Si quieres conocer más visita la web de la Comunidad Esperanza: http://laciudaddelaesperanza.org/es/home/

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