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Dentro de la sinagoga de Cafarnaún ocurre el milagro. Narrado por el evangelio de Marcos de modo directo y sin adornos.

Imaginemos que estamos metidos en medio de aquel grupo de judíos que asiste al servicio religioso de la sinagoga. Y que tras escuchar los salmos, la recomendación del Pentateuco y el sermón del rabino se oye la palabra de un tal Jesús que interpreta aquello de una manera nueva. Pongámonos en la piel de aquellos judíos y vivamos la sorpresa por sentir que aquellas palabras cobraban vida y les calentaban el corazón. Decían: “Este modo de hablar es distinto”. Y parece que se felicitaban por el nuevo Maestro.

Pero a continuación viene la realidad. Jesús es de Nazaret, no es escriba, ni rabino. Acaba de llegar a la ciudad y va acompañado por un grupo de galileos… y comienzan las sospechas. Las dudas y prejuicios que envenenan el corazón y que matan el milagro. El evangelio sitúa en medio de la sinagoga, en terreno sagrado, a un hombre poseído por ese espíritu de realidad crasa que no permite ni la trascendencia. ¡Y estaba en medio de la sinagoga! Es él quien reconoce en el galileo una voluntad y un poder superior a la suya y a la del lugar. Y se rebela: “¿Has venido a acabar con nosotros?”.

Nos encantan los milagros. Al menos los que nos cuentan de antiguamente. Pero no queremos reconocerlos porque, nada más acercarnos a ellos nos separamos imbuidos por un espíritu de racionalidad, psicologismo y sensatez que nos hacen diseccionarlo y reducirlo a la mínima expresión.

Los que estamos dentro de la Iglesia somos los más difíciles de impresionar. Hemos quitado los milagros de nuestros discursos y nos hemos llenado de razones. Pero también de miedos y sospechas al poder de Dios y al cambio que se nos sugiere. Y es que saber, lo que se dice saber, sabemos dónde está el poder de Dios. Pero preferimos que esté lejos de nuestra vida y fuera de la sinagoga… no sea que se acerque, nos quite los malos espíritus y nos haga cambiar de estilo de vida.

 

Via LCDLP

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