La espera no es siempre el modo de llegar los primeros a la meta, pero sí ofrece la posibilidad de estar preparados.
Cuando nos encontramos en un aeropuerto, en la puerta de embarque de un vuelo, basta que alguien con maleta se levante y se ponga ante el mostrador para que varias personas se sitúen tras él y generen una fila de espera. Ya están los primeros y los últimos.
Sabemos que entrar los primeros no nos garantiza volar antes, pero la espera en la cola desata en nosotros un sentido primitivo de rivalidad y una prisa irracional. De ahí los roces, las desavenencias, las disputas en cualquier lugar donde tengamos que esperar. ¡Aunque tengamos todo el tiempo del mundo!
La paciencia de Dios desata nuestra impaciencia. Él lo hace todo en el momento adecuado. Sin embargo, nosotros que somos caducos y temporales queremos que todo se realice a nuestro modo. Y, aunque escuchamos y sabemos que sus criterios, sus caminos y sus decisiones no son conforme a nuestro proceder, nos gusta recordarle cómo es nuestra justicia.
La parábola de hoy nos dice que Dios sale al encuentro de sus hijos, deja su cielo, para que todos entren en su reino. Sin reparar en tiempos ni latitudes. Busca la salvación de todos independientemente de la época histórica o de la altura moral. Sale e invita. Mientras tanto, la humanidad se pone en fila, pensando que los primeros que entren tendrán más consideraciones. Y de esto no dice nada el contrato del Reino. Habla, eso sí, de un final en el que todos disfrutaremos de la bienaventuranza. Un momento en el que no contarán los primeros ni los últimos.
Pues como en el vuelo. Al final siempre se retrasan las compañías y nuestra riña en la fila queda devaluada. Lo que cuenta es llegar todos al destino, y que allí nos esperen con amor.
Via LCDLP
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