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Pbro. Joseph Folliet

Estas páginas pueden iluminar nuestra reflexión sobre la acción del Espíritu en la Iglesia. ¿Qué comporta para un seglar pertenecer a una familia espiritual? ¿Puede esto incidir de alguna manera en la problemática de una época determinada? El artículo nos da su respuesta a este respecto: tras un bosquejo de la semblanza de algunos seglares franciscanos, perfila sus rasgos fundamentales y descubre en ellos una respuesta maravillosa del Espíritu a las exigencias actuales.
Título original: Laïcs franciscains, en Évangile Aujourd’hui n. 41 (1964) 61-65.

San Francisco predica sin hábito… Dirijamos ahora la mirada al seglar franciscano. Voy a presentároslo como una paradoja viviente, paradoja cual lo fue, por lo demás, san Francisco, quien si atrajo a ese espíritu paradójico, que fue Chesterton, lo hizo precisamente porque él era una paradoja viviente. El seglar franciscano es una paradoja porque en nuestra época parece a la vez a contracorriente total del movimiento contemporáneo y, sin embargo, inserto en el sentido más profundo de este movimiento. Su presencia y su acción se enfrentan a nuestros contemporáneos y, sin embargo, responden a sus aspiraciones más profundamente enraizadas en el corazón de su ser. ¿Cómo es esto? Prosigo sencillamente el análisis de la espiritualidad franciscana que ha hecho el P. Gratien de París en un librito precioso, un poco demasiado olvidado hoy.

El cristiano franciscano es, ante todo, pobre y humilde. Comprendedme: no digo que lo sea, puesto que jamás se es completamente pobre o humilde; digo que él quiere serlo y que se esfuerza por serlo. Se ve ineludiblemente obligado a servirse del dinero porque, desgraciadamente, hace falta dinero para vivir y para que los demás vivan; en la medida misma en que quiere vivir y que vivan sus hermanos, está obligado a ganarse su propia vida y la de sus hermanos. Pero, si bien se sirve del dinero, rechaza servirlo; lo trata como a un siervo, pero ni siquiera como al Hermano Asno, sino como a un siervo infiel, hipócrita y rebelde, al que se debe tener en jaque, del que hay que desconfiar y al que en el fondo de sí mismo se desprecia siempre. El dinero es el estiércol del diablo, y todos los jardineros saben que las rosas crecen sobre el estiércol; pero esto no es razón para creer que el estiércol es superior a las rosas. El seglar franciscano pone coto y límites a sus deseos, aun cuando sean perfectamente legítimos, y, por ello, ¡vaya qué poco es de su tiempo! No está constantemente agitado por la preocupación perpetua de rivalizar con el vecino: «To keep up with the Joneses», como dicen los americanos, de codearse con fulanito y mantenerse a su altura y nivel. Si fulanito y menganito tienen un «mercedes» o un «cadillac» y yo no tengo más que un «600», mi condición social me crea la obligación de mantenerme a la altura de fulanito y menganito, con el riesgo de tener que ganar dinero por todos los medios posibles, honestos o deshonestos.

Ahora bien, ¿está pobreza no convierte al seglar franciscano en un individuo antieconómico?

Durante las vacaciones he reflexionado y he descubierto que soy, aunque involuntariamente, muy poco cívico. Pago mis impuestos, hice mi servicio militar con añadiduras tales como el cautiverio y la resistencia, y, pese a ello, soy un incívico. No bebo, como hace todo el mundo, mis tres litros de vino diarios y, por consiguiente, no ayudo a reabsorber los excedentes vinícolas almacenados. Falto, pues, a mi deber elemental de solidaridad nacional. No he jugado jamás a la ruleta, al bacará, a las bochas, y me traen sin cuidado las apuestas de las carreras de caballos. El dinero que ahorro no va al Estado, gerente y tutor del bien común: soy un incívico. Tendría que llegar a confesar que jamás he comprado un billete de la lotería nacional. La única prueba de civismo de la que puedo dar fe es la de fumar, no sólo como un carretero, sino como una chimenea. Además; todas las virtudes privadas que me convertirían en un buen partido, si fuese casadero, contribuyen a hacer de mí un mal ciudadano, lo que, por otra parte, indica claramente la paradoja de la sociedad moderna. La pobreza del franciscano, ¿no lo convierte en un ser antieconómico? ¿No viene a oponerse él a la economía en expansión y desarrollo, a la opulencia? De ninguna manera; todo esto pertenece absolutamente a otro orden de cosas. Creo que no sólo no hay oposición, sino que hay armonía entre el espíritu de pobreza y un desarrollo humano.

El seglar franciscano no está en contra de una economía de expansión, sino en favor de una expansión ordenada y humana, y no por un tipo de expansión que no cesa de crear tantas crisis cuanta prosperidad ella aporta. El seglar franciscano está por el desarrollo, pero por el desarrollo integral, material y espiritual, y estima que el desarrollo no ha logrado su meta si, para desarrollar a los hombres económicamente, se comienza por subdesarrallarlos espiritualmente. Y está a favor del desarrollo en todos los países del mundo, consiguientemente, por la justicia internacional. El seglar franciscano no se opone ni siquiera a la abundancia, pero quiere la abundancia en la mesura y en la justicia. Por una parte, él contribuye a resolver la cuestión social del siglo XX, la del desarrollo, pues ésta no se resolverá sin espíritu de pobreza, y los pueblos que no tienen lo necesario no lo alcanzarán más que el día en que los otros pueblos, que tienen más de lo necesario, accedan a despojarse de lo que les es superfluo. Por otra parte, el seglar franciscano contribuye a liberar al hombre de la esclavitud moral y espiritual que le impone la Affluent Society, la sociedad de la opulencia, cuando lo encadena, mediante la publicidad, a los bienes materiales. El seglar franciscano puede parecer a muchos un arcaísmo ambulante, un hombre del pasado; de hecho, es el hombre de hoy y, sobre todo; el hombre del mañana. He aquí cómo la misma economía, con mi amigo François Perroux, mucho tiempo rebelde a esta noción, recupera ahora la noción de pobreza. Una economía humana, y una economía de necesidades, no puede ser sino una economía de la santa pobreza. El seglar franciscano, como el economista y como todo el mundo, está a favor de un porvenir cantante y sonante, pero el porvenir no será cantante ni sonante y no cantará ni sonará bien si no entona el Cántico de las Criaturas, el cántico de la santa Pobreza.

El seglar franciscano es también casto y asceta. Se esfuerza por guardar la castidad según su estado y yo podría citar a algunas estupendas familias franciscanas que dan un ejemplo admirable de castidad, pero no de castidad negativa, sino de castidad en el amor, familias que asombran y que en cierto modo desentonan, pues contrastan con la mayoría de las familias contemporáneas. Esta voluntad de ser casto, le acarrea inevitablemente al seglar franciscano bromas y burlas; él se resigna: es el menoscabo inevitable de su actitud. Por otra parte, sabe que la castidad supone el dominio de sí mismo, lo que le lleva a practicar ese entrenamiento espiritual que los antiguos llamaban ascesis y cuya evocación es tan desagradable para nuestros contemporáneos, incluso cristianos. No hay espiritualidad sin castidad, y no hay castidad sin ascesis. Todo esto va a contracorriente de una civilización que Bergson calificaba de afrodisíaca, a contracorriente de una sociedad muelle, sensual, desorganizada y, como decía uno de mis amigos ingleses, Sex Crazy, es decir, enloquecida por el sexo. Pero todo esto va también en la corriente misma de la Historia, en el sentido de la evolución de la sexualidad, pues hemos llegado al punto en que la técnica permite comprender las causas de la sexualidad y actuar sobre ella de una manera casi infalible. Hemos llegado, por los procedimientos anticonceptivos, de una parte, y por la inseminación artificial, de otra, al hijo sin amor y al amor sin hijo. Mañana, tal vez, tendremos la partenogénesis o la preformación del sexo en el embrión, y el hombre corre el riesgo, como Napoleón, de ser vencido por sus propias conquistas. Si la razón técnica no es dominada por la razón a secas, y si la razón no está puesta al servicio del amor, veremos a la humanidad dominada por el instinto sexual y rebajada por este dominio a niveles inferiores a las bestias, porque la bestia sigue instintos seguros, rectos y naturales, mientras que el hombre se servirá de su razón para ponerlos al servicio de un instinto enloquecido y pervertido por su propia razón. El mayor servicio que el cristianismo puede prestar hoy a la humanidad es enseñarle a disciplinar el instinto sexual, como ella ha disciplinado el instinto de conservación. En la misma medida en que practica esta disciplina, el seglar franciscano presta un servicio, no sólo a sí mismo, a su familia o a la Iglesia, sino también a la humanidad entera, responde a una de las cuestiones capitales planteadas a nuestra época por la evolución técnica.

El seglar franciscano es, como san Francisco, pacífico; no un padre tranquilo, sentido que se da con demasiada frecuencia a esta palabra, no un balador de paz, ni siquiera un voceador o un aullador de paz, sino, según el sentido etimológico de la palabra y, además, según el sentido mismo del Evangelio, un artífice de paz. Él hace la paz. Tiene más confianza en la fuerza de la caridad que en todas las fuerzas de disuasión y en todas las fuerzas de represión. Porque en el momento presente, la organización del mundo entero descansa sobre dos fuerzas: la fuerza disuasoria, la energía atómica, y la policía, que es la fuerza represiva. Aquí no se trata de hacer política, no se trata de negar la eficacia del ejército ni la de la policía; se trata de saber en qué se pone la confianza primeramente. El seglar franciscano es el hombre que confía ante todo en la fuerza del Amor. No odia sino el odio, y no reacciona violentamente más que contra la violencia, la fuerza ciega fuera de razón. ¡Cuán lejos se halla de nuestro tiempo y de las disensiones y guerras de nuestro tiempo! ¡Qué lejos está de nuestro tiempo de asesinos, que es también el tiempo de los jueces! ¡Qué lejos de nuestros odios racistas, de nuestros odios nacionalistas con la supervivencia de nacionalismos y el desmigajamiento del mundo por los micronacionalismos, qué lejos de los odios de clases, que tienen una vitalidad tan resistente que sobreviven aun cuando las clases se modifiquen o incluso desaparezcan; lejos de nuestros odios de civilización: Este y Oeste, Oriente y Occidente, África, Asia, Europa! ¡Cuán lejos está el seglar franciscano de todo esto! Y, sin embargo, él es en realidad el representante de las exigencias de la Historia, porque desde ahora, dadas las conquistas del hombre, la humanidad se encuentra acorralada en una alternativa: o la noosfera, como diría Teilhard de Chardin, es decir, la construcción de una humanidad unificada por la razón y por el amor, o el suicidio cósmico; y aquí es donde yo sería menos optimista, si no que Teilhard, sí al menos que muchos de sus seguidores, porque no creo que la suerte esté echada y que vayamos automáticamente hacia la noosfera; yo creo, por el contrario, y pienso que estoy de acuerdo en este punto con el pensamiento profundo de Teilhard, que la noosfera no provendrá más que de las libertades humanas, y que si estas libertades fallan, conoceremos, tal vez, el suicidio cósmico. Nos encontramos en un tiempo en el que ya la división y la lucha resultan lujos superfluos que la humanidad no puede permitirse más, en un tiempo en que es necesario que reine el derecho, que por encima del reino del derecho reine la moral, y que por encima del reino de la moral reine el amor.

El seglar franciscano, pacífico, es finalmente alegre, precisamente porque es pacífico, porque es pobre, porque es casto. Es alegre, espontáneamente alegre, serenamente alegre. No finge la alegría para que se diga: «Oh, ved qué alegre es». No se esfuerza para ser alegre, como algunos religiosos que conozco (no franciscanos), en los que se apreciaba el esfuerzo meritorio que hacían para ser alegres sin jamás conseguirlo del todo. Siempre me he preguntado si el purgatorio para estos hombres no será simplemente la revelación de esta verdadera alegría y que su purgatorio será alegre, para demostrarles que se equivocaron en la tierra. El franciscano es alegre, sencillísimo; tiene la simplicidad de manifestarlo y la caridad de comunicar su alegría a los demás. También aquí, ¡qué contraste con muchos de nuestros conciudadanos! Las caras que vemos en el metro, en las horas punta, no son precisamente caras alegres. He de reconocer llanamente, por otra parte, que las caras que vemos en muchas partes a la salida de la Misa, apenas si son más alegres que las que vemos en el metro. ¡Pobres contemporáneos del metro! Parecen condenados ya en la tierra; pero nuestros buenos correligionarios que salen de la Misa, si no parecen condenados, tampoco parecen completamente salvados. ¡Qué aportación la de la alegría a este mundo, que la busca sin encontrarla en la acumulación de placeres, en el fondo de la cual no hay más que hastío, como un poso amargo: falsa esa alegría del mundo cuya expresión «mujer alegre» manifiesta precisamente la falsedad! Al mundo que busca la alegría, el seglar franciscano se la brinda, pero no con sermones, sino, lo que es mejor, con canciones y sobre todo con el ejemplo de la alegría hecha vida.

El seglar franciscano nos parece, pues, verdaderamente el hombre de nuestro tiempo, porque a la vez lo rechaza y lo acoge, y al mismo tiempo el hombre del postconcilio, cuando la Iglesia, más que nunca, aspira a confundirse en medio de la humanidad, cuando los Papas han invitado a los Obispos, y con ellos a toda la Iglesia, al gran aggiornamento, a la puesta al día de una Iglesia siempre joven ante un mundo que se renueva…

Via Espiritú y Vida

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