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Francisco, cuando entendió que le había llegado la hora, pidió ser llevado a la Porziuncula.

Estaba bien atendido, en la casa del obispo, dentro de la ciudad, protegido. Pero él se empeño en volver a la pequeña iglesia, quiso morir en aquel pequeño poblado rural, en el valle.

Pudo morir como un “príncipe” pero eligió hacerlo allí donde comenzó su vida fraterna, en aquella pequeña ermita que el abad del Monte Subasio le había donado, veinte años atrás.

En la víspera de su regreso al Padre, Francisco se rodeó de aquellos que habían pasado los últimos meses al margen de la nueva dirección de la Orden.

La “criatura” de Francisco, aquella Orden que nunca tuvo intención de fundar, estaba ahora gobernada por los hermanos doctores, los hermanos teólogos, los hermanos sacerdotes. Todos ellos acusaban, a los que ahora acompañaban a Francisco, de haberle consentido sus “excesos”, de volverlo irrazonable, intransigente, de haberle seguido por una senda demasiado rigurosa.

La nueva dirigencia de la Orden creía que aquellos que le acompañaban en el lecho de muerte, eran gente inculta, simple, sin “visión” y son estos, precisamente, los que Francisco eligió para que lo acompañaran en su ultimo momento de vida terrena.

Esta es, como recuerda Chiara Mercuri, “la hora de la verdad, la hora en que cada fraile debió medir, en su corazón, el grado de cercanía que tenía con Francisco y con la Regla que él había escrito para ellos”.

La escena de la muerte de Francisco no puede ser más elocuente, rodeado de los “simples”, en un lugar pobrísimo, lejos del poder, entrega su vida.

El hombre que moría en la Porziuncula era un santo, un hombre justo, un hombre que había roto la lógica de la sociedad de su tiempo (y del nuestro).

Hoy tengo nostalgia de Francisco.

Miro la Iglesia, tan llena de cosas esperanzadoras y, a la vez, tan desbordada de corrupción, de enfrentamientos fraternos, de trincheras… y añoro a Francisco.

Aquel hombre pequeño amó profundamente a la Iglesia y, aún en su rebeldía, como recuerda fray Enzo Fortunato, fue fiel y nunca pronunció una palabra de reproche, aunque el celo lo consumiera por dentro.

Cada vez más a menudo me asalta la desesperanza.

El silencio de Dios, su aparente ausencia de este mundo y, tantas veces, de su Iglesia me hacen ver todo oscuro. Y es entonces cuando Francisco enciende mi esperanza.

Francisco de Asís es, más allá de todo, el hombre que evidencia que es posible seguir a Cristo, pobre y crucificado. El hombre que nos muestra que se puede vivir sin tener y ser feliz. Que se puede renovar la Iglesia, que se puede reconstruir la Iglesia, sin necesidad de atrincherarse en tradiciones, ideologías, dogmas o ritos.

Francisco vivió el Evangelio, sin glosa, sin interpretarlo, al pie de la letra y con eso, simplemente, cambió la sociedad de su tiempo y la Iglesia que amenazaba ruina.

Cuando miro al mundo y la Iglesia de hoy, insisto, con sus grandes luces y sombras, tengo nostalgia de Francisco… o de uno que, como él, nos muestre el Camino, pobre, descalzo y junto a los marginados.

En esta Fiesta de nuestro Poverello pido al Espíritu Santo que suscite en nuestros tiempos muchos “locos”, como él.

Paz y bien!

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