Que nos gusta lo exagerado y extraordinario que nos saca de la rutina.
Nos encantan los truenos y la lluvia torrencial; el calor exagerado y la nieve de diciembre; la música estridente y los susurros cargados de mensajes; los milagros y la luz de las velas… y así, lo maravilloso en todos los ámbitos.
Somos así. Lo cotidiano nos resulta tedioso y aburrido. Tanto que no concebimos que la experiencia de Dios vaya a producirse en una misa de diario, en el rezo de un rosario, en la una comunidad religiosa o en una catequesis parroquial. No. Nos van las peregrinaciones a lugares santos donde se han producido milagros exagerados. Nos van los gritos de los grandes predicadores que hablan sin vergüenza y los cánticos que mueven los pies.
Por eso buscaba Elías a Dios en lo alto de un monte y en la tormenta más impresionante. Lo Misterioso ha de estar revestido de un halo de “maravilloso” para mover nuestro corazón a Dios. Pero cuando llega lo extraordinario nos asustamos como Pedro. Que sí, que sí… si llegara Cristo, de noche, andando sobre las aguas de un parque y se acercara a nosotros. ¿No dudaríamos también?
La fe se fundamenta en el amor de Dios demostrado en la historia. En las vidas sencillas de muchos judíos que han dado testimonio de fidelidad. En las obras concretas de tantos cristianos que han mejorado el mundo y le han dado un rostro bello. Y en todo eso, como un antiguo o nuevo testamento, se manifiesta Dios. Sumando palabras, batallas, cantos, templos y años.
Es más difícil y honrado decir, ” realmente eres el Hijo de Dios” un martes, en un pueblecito de la sierra, a la hora de la siesta, con las cuentas del rosario entre los dedos, que un domingo en la plaza de San Pedro de Roma. Es más arriesgado creer que uno tiene vocación religiosa y deja todo lo que tiene para entrar en un convento que cambiar de voluntariado y mostrarlo en las redes sociales.
Tener a Jesús por Señor es lo más hermoso y peligroso, porque se demuestra en el día a día. ¡Que sí, que sí!
Via LCDLP
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